miércoles, 1 de junio de 2016

Metro de Caracas: Usuarios





El Metro de Caracas es un amplio punto de confluencia en la ciudad capital. Actúa como cruce de caminos, como conexión de aguas que se encauzan al mar de la urbe.
 
Es un sistema capaz de congregar a diario millones de personas provenientes de distintas latitudes, cada una con sus propias historias, complicaciones, objetivos e ilusiones. Todas tan opuestas entre sí como lo son el día y la noche. La mayoría población joven, hombres y mujeres, que estudian y/o trabajan. Ingresan desde muy temprano a la estación más cercana a su domicilio, cancelan el ínfimo precio del boleto y comienzan a moverse a través de las entrañas del sistema. Allí les aguarda una suerte de histeria colectiva que no cesa ni un instante. En ese lugar late el vértigo predecible y exacto que significa asistir en cada jornada al metro. Variados estratos sociales, posiciones políticas, niveles culturales, pertenencia geográfica y creencias religiosas, terminan topándose y fundiéndose en esta sociedad subterránea, sin presentar muchas trabas. El resultado es una masa presurosa y acalorada que escupe rabia por doquier, en la que además de los ya mencionados, también participan adultos mayores, personas discapacitadas, niños en general, y aquellos que practican la mendicidad y la buhonería. Es de esta manera como el elenco estelar del teatro andante consigue una forma plena, definitiva. Cada persona interpreta su papel en la tragicomedia moderna de la que, más directa o indirectamente, forma parte y, en simultáneo, se alimenta.

Una vez que introduce el tique en la máquina y accede a la estación, el usuario se vuelve un ente cuyos rasgos, los mismos que lo diferencian frente a otros, acaban por borrarse. Toda característica particular se anula y ese hombre o mujer pasa a igualarse con el resto de los pasajeros. No importa si es profesional o no, quizá miembro de la clase alta, media o baja. El hecho de que comparta el espacio de un reducido vagón junto a un montón de desconocidos, durante el tiempo en que transcurre el viaje, lo hace posible. 
Al frecuentar este medio de transporte público, ya sea por su bajo costo, por la búsqueda de una inexistente eficacia en el servicio, costumbre o, simplemente, falta de opciones, cada usuario acepta ser colaborador activo en este particular e ineludible ritual caótico que significa usar el metro.
Cumplir con la ceremonia de subirse a los trenes y poder andar por buena parte de la ciudad, se ha vuelto tan popular entre sus habitantes y quienes la visitan, como acudir a un juego de béisbol en el estadio universitario o comerse una arepa.
 
Es habitual ver a la multitud agolpándose en todas direcciones habiendo abandonado el raciocinio a la entrada, siendo puro instinto desde entonces. Unos y otros se empujan, surgen palabras a media voz, hay pisotones, bolsos y carteras son resguardados, estalla la paranoia. Sin reparar muy bien en ello, el ciudadano común es corrompido por la monotonía y pierde aquello que lo hace verdaderamente humano. O lo que es lo mismo, viene a involucionar en una forma de vida animal, salvaje. Una que precisa resistir esta odisea cada día, en un acto tan masoquista como heroico.

El usuario promedio es un tipo de persona que no es ni buena ni mala. Pero a la que, a estas alturas, se le ha olvidado qué hay tras conceptos como cortesía, respeto, solidaridad, empatía o conciencia. 
La única preocupación que se desprende de él no se encamina en otra trayectoria más que en la suya. Porque si algo nos ha enseñado este sistema social sobre rieles es a ser egoístas, a sentirnos orgullosos de nuestra individualidad. El peculiar modo en que el usuario del metro entiende que debe actuar, se basa en gran medida en no ser ni por equivocación, lo que solemos llamar un pendejo. Eso, desde luego, desvela signos de debilidad. Ceder un asiento, permitir el paso, correrse al pasillo o realizar adecuadamente la cola en el andén son cosas muy mal vistas. Los pasajeros de este servicio necesitan ser pilas, jugar vivo. Por demás está decir que lo contrario está reprobado, porque la viveza criolla siempre debe prevalecer. A nadie le gusta que lo señalen o perciban como alguien raro o chocante. Es más fácil hacer lo que los otros, dejándose llevar. Inclinándose por decisiones desacertadas y comportamientos inapropiados que hacen de las normas mera letra muerta, que invalidan la ley establecida y, por consiguiente, dan rienda suelta a la anarquía.

Según pienso, la indiferencia tan de moda por estos días, las persistentes muestras de individualismo y la violencia fuera de toda proporción, son aspectos que no tienen porqué convertirse en nuestro principio de vida. La certeza de compartir el espacio y pertenecer a una comunidad, debe remitirnos a un pacto de respeto, a un sincero acto de convivencia. 
Ubicarnos en el lugar del otro desde la franqueza y la espontaneidad es, sin dudas, una de las maneras más sabias de acercarnos a un cambio tangible, eso, y la voluntad legítima de querer hacer las cosas de forma distinta.

Por Roland Suárez.

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